Una fábula escénica para aprietar la Historia

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Mi color carne, una fábula escénica para aprietar la Historia

Rosa Márquez Galicia

Si, se me hace que en unos cuantos años o siglos

la Raza se levantará, (…)

cargando lo mejor de todas las culturas.

Esa víbora dormida, la rebeldía, saltará.

Como cuero viejo caerá la esclavitud

de obedecer, de callar, de aceptar.

Como víbora relampagueando nos moveremos, mujercita

¡Ya verás!

Borderlands de Gloria Anzaldúa.

Mi color carne, actuada, escrita y dirigida por Adalia Sarmiento, de Merinfa Teatro, propone una fábula escénica que desnuda las raíces coloniales del racismo cotidiano en México desde la mirada de una niña. La joven creadora y representante de Veracruz cuestiona en escena ¿por qué el color de mi piel no se llama color carne?, lo que detona un viaje por las cicatrices del mestizaje en los cuerpos racializados.

Queta tiene diez años, va en cuarto de primaria y le fascina la Historia. Todo comienza en una clase sobre la conquista de México, cuando escucha que somos mestizos gracias a la unión de los españoles y los indígenas. A partir de ese momento, la niña se pregunta qué significa realmente ser mestiza, busca en el álbum familiar alguna señal de sangre española que la legitime, pregunta a su madre y descubre que todos sus antepasados fueron morenos. Frente a esa evidencia surge la crisis: me gustaría no ser tan indígena, confiesa. Más tarde, frente al espejo, intenta blanquearse el rostro con una goma.

Las escenas escolares y familiares exponen cómo el racismo se naturaliza en lo cotidiano. El elogio a la piel clarita y la idea de que mejorar la raza equivale a concebir una raza superior a otra. Queta va entendiendo que su piel café la sitúa en una jerarquía social. Esa toma de conciencia, llena de ternura y desolación, articula la obra como una fábula de autodescubrimiento.

La semilla de este montaje surge durante el servicio social de Sarmiento, cuando escuchó a un niño presumir con orgullo que sus abuelos eran españoles. Esa frase detonó en ella la necesidad de responder en escena. El proyecto se transformó en una reflexión sobre el racismo aprendido, cómo se heredan las ideas de superioridad desde la infancia y la manera en que esas narrativas siguen vivas en el lenguaje, en los gestos, en los salones de clase y en la familia. Es como si toda la vida nos hubiéramos mentido a nosotros mismos, dice Queta en un punto crucial. Y en efecto, la obra expone la repetición de este engaño a través de generaciones enteras empeñadas en borrar la historia inscrita en la piel.

En el escenario, una caja de madera se transforma en pantalla y contenedor de teatro de sombras. Desde su pupitre y con ayuda de un retroproyector, Sarmiento muestra las figuras del sistema de castas, ilustraciones que clasificaban a las personas según su mezcla racial.

En un momento dado, observamos los pies de Queta, uno con un calcetín y otro al desnudo, convertirse en marionetas para representar a la Malinche y a Hernán Cortés en diálogo sobre cómo mejorar la raza.

Aprietar la Historia

Me atrevo a escribir aprietar —así, con prieta en el centro— para decir esa acción de presionar la historia desde la piel, desde la carne oscura que ha sido históricamente negada en los escenarios, en los archivos y en los discursos del teatro mexicano. Aprietar no es una errata. Es poner prieta la historia, devolverle el color y la textura que la modernidad quiso borrar con talco, con maquillajes, con narrativas, con teatralidades.

Al ver esta puesta en escena y frente al deseo colonial de mejorar la raza, coincido en esa premisa con una connotación herida para reivindicarla: mejorar la raza humana, ¿Cómo aprender a mirarnos con ternura? ¿Cómo aprender a mirarnos desde la diversidad pero también en comunidad? ¿Cómo aprender que nuestra Historia no es una sino muchas?

¿Cómo se aprieta una historia sin romperla? ¿Cómo se aprieta una escena para escuchar lo que cruje dentro?

Mi color carne me lleva a pensar en aprietar la escena mexicana, en cómo el aspiracionismo hacia el teatro europeo ha operado como un sistema de blanqueamiento. ¿A qué legitimaciones aspiramos? Esta puesta en escena escucha y responde a sus propias intenciones.

El relato sobre Juanita, la abuela de Queta, dibuja a una campesina que soñó con ser maestra y para estudiar migró a la capital donde recibió miradas y tratos diferentes que la impulsaron a crear enseñanzas alternativas y compartir con sus alumnos matices, tesituras y diversidades. ¿Cuántas creadoras y creadores no han borrado sus territorialidades para obtener un sentido de pertenencia gremial? A través de esa fábula, la obra plantea que el color café es el color de la tierra, del chocolate, de la vida, de lo que sostiene y da fruto.

El desenlace es luminoso, Queta concluye: no quiero pasarme la vida deseando ser distinta, se reconcilia con su piel, con su historia y con la imagen de su abuela. La obra cierra con la siguiente afirmación: hay espacio para todos los colores, y ninguno vale más que otro.

Chimamanda Ngozi Adichie, dramaturga nigeriana escribió: Cuando rechazamos el relato único, cuando comprendemos que nunca existe una única historia sobre ningún lugar, recuperamos una especie de paraíso. Quizás ese paraíso sea la posibilidad de contar todas las historias que el sistema de castas quiso categorizar y encapsular. No hay un solo México, ni una sola historia, existen múltiples mestizajes, lenguas, tonos y memorias que han sido jerarquizadas o silenciadas bajo la ficción de una narrativa única del mestizaje, una sola historia de México.

La herencia de la vieja historiografía del sistema de castas nos sigue diciendo quién puede estar al frente y quién debe permanecer al margen. Para subvertir esa imposición necesitamos aprietar, negrizar, amarillentar las historias, reivindicar sus matices, sus acentos, sus pieles y reconocer que no somos de un solo color, sino una trama compleja de tonalidades, herencias y mezclas: pieles negras, ocres, cobrizas, terracotas, amarillas.

Somos un país con muchos pigmentos, donde es necesario reconocer la afrodescendencia, las presencias indígenas, las migraciones y desplazamientos que nos conforman para ensanchar el libro de Historia de la primaria de Queta, extenderlo para que quepan todos los colores que han hecho posible el dinamismo de nuestro país. Reconocer que las representaciones prietas y negras son fundamentales porque amplían lo visible, rompen con el blanqueamiento simbólico y restituyen la verdad del territorio, en la figuración de un México donde todas las pieles tengan derecho a representarse a sí mismas.

Aunque concebida como teatro para jóvenes audiencias, Mi color carne interpela con fuerza a los públicos adultos. Al final de la función, alcancé a un padre con su hijo para preguntarles sobre esta puesta en escena, el niño se preguntó ¿qué es mestizo?

La interpretación de Adalia Sarmiento equilibra la inocencia con los cuestionamientos de la racialidad. Mi color carne transforma el dolor en pensamiento y la vergüenza en orgullo. Celebro profundamente que una joven creadora escriba, dirija y actúe historias tan pertinentes para nuestra actualidad, en especial dirigidas a las jóvenes audiencias. En tiempos donde la representación y la diversidad son urgentes, su trabajo propone contar y mirar el mundo desde la sensibilidad. Me conmueve y me invita a pensar el presente con ternura y responsabilidad.

Desde la sencillez de su dispositivo y la profundidad de su mensaje, Merinfa Teatro construye un enunciamiento político que nos invita a reconciliarnos con la piel que habitamos. Tanto en escena, como en la tierra, hay espacio para todos los colores.

Ficha Técnica

Dramaturgia y dirección: Adalia Sarmiento

Actuación: Adalia Sarmiento

Narrador (voz en off): José María Medina

Asistencia Técnica: Rosa Maria Landa

Diseño de Iluminación: Oscar Reyes

Musicalización: Baruch Ascención

Confección de vestuario: Raúl Vázquez

Construcción de escenografía: Joel González

Construcción de títeres y utilería: Adalia Sarmiento, Rosa Maria Landa, Centli García y Oscar Reyes

Ilustración y diseño de cartel: Leonardo Salazar

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